Cartel del 50 aniversario de Michael Jordan
No he podido resistir transcribir este artículo del maestro Gonzalo Vázquez publicado en su blog El punto G. Que hace las delicias de todo aficionado a la NBA.
El punto G
Inefable, genial y sorprendente, Gonzalo Vázquez no sólo es uno de los mayores especialistas NBA que ha dado este país, sino un periodista radicalmente innovador en el baloncesto mundial. La profundidad de su pluma, su conocimiento del baloncesto y una insólita capacidad para explorar terrenos inéditos hacen que nadie quede indiferente ante sus textos. Desde New York, a través de "El Punto G", podemos seguir algunas de sus poco comunes reflexione
16/02/2013
Hay más de un centenar de libros de entidad en torno a Michael Jordan, una de las poquísimas figuras que ingresar a gusto en ese vano debate sobre el mejor deportista nunca visto. Y aun ese ingente volumen editorial palidece ante la incalculable masa de contenidos publicados en el mundo por su nombre y motivo. Casi con toda seguridad Jordan sea el deportista más referenciado de la historia.
Hace no demasiado parecía impensable que Jordan pudiera contar algún día 50 años de edad. Que su existencia misma no luciese siempre de corto y rojo o que fuera de ese cuadro joven y celestial tuviera algún sentido. Es como si durante mucho tiempo, tal vez demasiado, nadie hubiera previsto –ni decir que deseado– este 50 aniversario de Michael, del joven Michael, un cumpleaños entre intruso y absurdo que irrumpe como si no hubiese ahora nada que decir. Nada nuevo de importancia. Porque en su caso, en el extraordinario caso de Michael Jordan, resulta ya muy difícil aportar algo no dicho o sugerido antes.
Hubo un momento en su carrera, un tiempo incluso temprano, en que abordar el fenómeno Jordan, hacerlo tangencialmente o en profundidad, desafiaba el uso del lenguaje, como si la mayor herramienta de que se ha dotado el hombre no alcanzara a describir el insondable despliegue de sus realidades. “Words no longer suffice when the subject is Michael Jordan”, reconocía Fortune ya en 1998.
Y así ocurre que este dilema, biográfico y semántico, vuelve a asomar nuevamente. Porque el rescate de cualquiera de sus gestas sonará ya contado, como un eco adjetivo que se viene repitiendo sucesivamente el último cuarto de siglo. Y de seguro el siguiente. Porque Michael Jordan no es ya el nombre de nadie, nadie concreto de carne y hueso. Sino toda una expresión –fonéticamente impecable– sinónima de cuanto sugiere la doble noción de gloria y eternidad.
Aun con todo, merece la pena intentarlo.
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Es de sobra conocido que a su llegada a la NBA en 1984 Jordan pretendía a Adidas como firma deportiva. Pero Adidas no correspondió. La compañía concentraba entonces su interés en el mercado internacional y ninguna razón de peso en Michael. En cambio Nike puso todo su empeño en cortejar a la joven promesa, muy suspicaz al pequeño tamaño y gran incertidumbre de la marca.
Tras unos escarceos, resumidos en el tenaz deseo de Jordan hacia Adidas en detrimento de Nike, el novato terminó firmando por esta última a condición de que la marca le destinara un modelo exclusivo de zapatillas. Nike aceptó y acuerdo cerrado.
El equipo de diseñadores de Nike estaba dirigido entonces por Peter Moore, que tenía ante sí el reto de radiografiar a Jordan con un símbolo publicitario incontestable. Moore reunió a su gente en torno a la mesa de trabajo haciendo acopio de todo el material gráfico disponible, entre el que se encontraba el Especial Olímpico de verano de la revista LIFE. Ojeando entre sus páginas Moore se detuvo en una fotografía que llamó a gritos su atención.
Life, 1984
Sobre un decorado crepuscular, presidido por una canasta de exagerada estatura, Jordan volaba al mate con el balón arriba en su mano izquierda y las piernas muy abiertas. Detenido en esa imagen, inspirado por ella, Moore experimentó el espontáneo fogonazo de los creadores, una visión de lo que andaba buscando: la intuición de una silueta.
Y con el guión en la mano Moore pasó a la acción de montar un estudio fotográfico al aire libre, aplastar al fondo el skyline de un Chicago también crepuscular y obtener de Michael una réplica mucho más perfecta que el original.
Ante una canasta de talla convencional y escuálido andamiaje –un elemento cuya escasa importancia revela la verdadera prioridad del motivo– es, pues, de imaginar la instrucción dada: “Salta abriendo las piernas y lleva el balón arriba con tu mano izquierda como si fueras a hacer un mate”. La imagen de LIFE serviría además de patrón: “Quiero algo como esto”. Pero menos rudimentario y salvaje. Algo como más lineal y simétrico, de mejor acabado, algo en suma más perfecto.
Jordan obedeció haciendo su naturalidad el resto. Y la fotografía por la que el equipo de Moore suspiraba se hizo realidad. Una imagen había sido concebida. Pero aún restaba otra gestación hasta el nacimiento del símbolo, al que bautizaron como Jumpman.
Jumpman
Es debido reseñarlo. Pese a concebirse como icono Jumpman no nació como tal. Lo hizo como una fotografía que incorporar a la etiqueta de las primeras Air Jordan en marzo de 1985. Y no sería hasta tres años después que la imagen se hizo hombre y el hombre imagen. Y no sin la favorable intervención del destino.
En 1988 el contrato de Michael con Nike tocaba a su fin. Y Peter Moore quiso jugar sus cartas tratando de llevarse a Jordan consigo a una nueva compañía de zapatillas de su creación llamada Van Grack. Pretendía hacerlo junto a otro diseñador amigo suyo de nombre Rob Strasser. Para entonces Moore ocultaba un diseño preliminar de las Air Jordan III. Pero el tiempo no jugó a su favor.
Enterado de esta operación el director de Nike, Phil Knight, contrario a perder a la joya de su proyecto, ordenó a un diseñador de su confianza, Tinker Hatfield, la creación de las Air Jordan III, para lo cual debía apresurar una idea brillante y evitar así cualquier intento de fuga. Hatfield contó con la ayuda de otro diseñador, Ron Dumas, y juntos obraron el milagro. En dos semanas alumbraron el modelo solicitado, puede que aún hoy el de mayor éxito de la compañía. Por primera vez unas Jordan incorporaban la impresión de la silueta Jumpman en las lengüetas. Una impresión en un vivo color rojo.
Cuando Michael descubrió el diseño entre enormes láminas que cubrían una de las paredes del estudio en Brooklyn quedó maravillado. Fue el golpe de gracia, la conquista final. Nike lograría retener así a su figura. Y de paso, ahora sí, dotar a Jumpman de su condición de logo, un terreno que por diversas razones no había sido alcanzado por la también fabulosa Wings.
El resto es historia. La historia de un icono cuyo precio, en términos de ingresos, superaría con creces los cinco mil millones de dólares en el siguiente cuarto de siglo.
Eso fue todo. Todo lo dispuesto a ingresar en los libros.
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Sin embargo es posible acudir más allá, incluso cuestionar la hegemonía de lo ocurrido, para lo cual es preciso elevar todo esto a su aspecto semiológico, a una interpretación mayor del símbolo.
Lo que Jumpman despierta en el imaginario colectivo reposa sobre un gigantesco equívoco. Ese grafismo promueve la irresistible concepción de un mate, el vuelo al mate de Jordan como no procedería además interpretarlo de otro modo. Y no fue así en realidad.
Tratándose de una maniobra publicitaria no hay nada extraño en la existencia de un truco. Pero tampoco en descifrarlo, como así lo haría el mismo protagonista.
“…my logo. I wasn't even dunking on that one. People think that I was. I just stood on the floor, jumped up and spread my legs and they took the picture. I wasn't even running. Everyone thought I did that by running and taking off. Actually, it was a ballet move where I jumped up and spread my legs. And I was holding the ball in my left hand” (Hoop, “Michael on Michael”, Apr. 1997).
Un movimiento de ballet, sellaba el mito.
Todo esto carecía, pues, de importancia. Nike no solo se había hecho con Jordan. También con su imagen. Y transcurrido el tiempo suficiente para derramar cuantas glorias quepa imaginar –una década bastaría– la importancia del logo cobraría una dimensión universal, una dimensión superlativa, una sobredimensión en cualesquiera términos. Porque valiéndonos de la atribución más recurrente en Jordan, esa que lo refiere como deidad, es posible concluir que Nike había alumbrado la viva imagen de Dios, fotografiándole para la eternidad, como si ninguna otra radiografía, ningún otro símbolo valiera para cumplir igual cometido, tal es el inmenso poder de una multinacional en su obra maestra.
Y no es otro el problema de concepto que traer a colación. Considerar si Jumpman, la silueta de una coartada que muestra a Michael con su balón en la mano izquierda abriendo las piernas, hace justicia plena a su figura; examinar su conveniencia, calibrar su acierto retórico y formularse, por el mero placer de hacerlo, si Jumpman, como la quintaesencia del jugador Michael Jordan comprimido hasta el último átomo, cumple en justicia su valor de arquetipo. Si esa silueta sin suelo ni cielo concentra, en suma, la manifestación simbólica más exacta de cuantas Jordan haya podido legar.
La respuesta es no.
Y aunque en el motivo de esta pieza pueda figurar el propósito de cuestionar la idea de Jumpman –también llamada The $5.2 Billion Image– lo es mucho menos que encontrar un arquetipo, sea o no silueta, más ajustado a la realidad, a la realidad material de su carrera deportiva sin omitir la cualidad poética de su simbolización.
La pregunta formula, pues, la posible existencia de alguna imagen en Jordan de condición netamente superior al resto de cuantas brinda su inmenso legado.
Y aquí la respuesta es sí. Y lo es desde incluso antes de Jumpman, por lo que resultaría además muy sencillo encontrarla.
Basta invocar esa imagen en el Jordan jugador. Pero casi mejor hacerlo con la memoria gráfica del espectador, la que visualmente quedó grabada con más fuerza en su retina. Al hacerlo se comprende además que las cuestiones técnicamente inabordables no lo son en realidad. Que hay infinidad de aspectos y dimensiones perfectamente manejables bajo prismas de aplicación muy escasa. Hablamos de la gramática del movimiento, de su composición y estructura, de la biomecánica y de eso que algunos técnicos bautizaron como dinámica de replicación –Replicator Dynamics– y, en este particular caso, una pequeña pero espléndida porción de esa fascinante disciplina moderna conocida como Cineantropometría.
Tal vez ningún deportista se preste a ella con igual sentido y profundidad que Michael Jordan.
A modo de prólogo
De un tiempo a esta parte ha venido ganando fuerza la idea de que ningún jugador es equiparable a Kobe Bryant en volumen de recursos. Y urge matizar aquí algo.
Los recursos son herramientas, útiles que la técnica proporciona, un campo de validez universal que en su momento dimos en llamar técnica de orden. Este campo no recoge el juego en su totalidad. No formalmente. Para encontrar ese valor hemos de ampliar notablemente la perspectiva hasta admitir dominios mucho más vastos que derramar en los márgenes de la estética. Es en esta disciplina donde poder hallar y calibrar el yacimiento formal ofensivo de todos y cada uno de los jugadores habidos.
Hecho esto, sigue sin darse en el baloncesto mundial un caudal equiparable al ofrecido por Michael Jordan en toda su extensión. Es lo que tiene la técnica de caos, para la que el mito pareció también haber nacido: que únicamente el tiempo, la salida de escena, el adiós definitivo, es capaz de poner fin.
Y en el arte de anotar, de una forma u otra, no hubo una versatilidad mayor, un más abundante yacimiento formal para cuya hegemonía Michael no precisó, en realidad, más que nueve años, su primer ciclo (1984-1993).
Una variedad semejante inclinaría a pensar que ningún otro jugador resulta más difícil de radiografiar de una sola vez. Y sin embargo Michael lo puso más fácil que nadie. Fue su elección hacerlo así.
Todos los jugadores terminan agrupando sus recursos en categorías que el tiempo hace más y más visibles. Y especialmente los de mayor yacimiento. Mientras el jugador se reconoce en ellas es también a través de ellas que nosotros reconocemos a los jugadores. De un picado en Magic Johnson a un fade away en Bryant a un gancho en Jabbar a una estatua de la libertad en Worthy hay algo poderosamente identitario en cada uno de ellos.
Jordan tampoco faltó a la fase dactilar del juego reconociéndose así a través de no pocas categorías. Mucho antes de apagar su fuerza en la técnica de orden (2001-2003) su volumen de categorías técnicas y estéticas operativas fue, como se ha dicho, el más alto y variado de la historia. Se trata, pues, de encontrar la más hegemónica de todas ellas.
Arquetipo postural en Michael Jordan
Dentro de toda esa diversidad en su largo esplendor cabe destacar su profusión en el arte del mate, una relación directa entre Jordan y el aro. Y dentro de ese nutrido volumen una querencia absolutamente natural por una particular tipología, puede que la más sencilla y auténtica de sus elecciones. Se trata de hecho de una de las más impecables formas de abordar el hierro nunca expresadas. Y de tal replicación en su caso, una categoría en sí misma.
Durante toda su vida deportiva Michael expió buena parte de su energía viva en un tipo de embate al aro de su exclusiva creación. Esa forma implicaba siempre una variable entrada en carrera, una batida a dos piernas, una visible lateralidad del cuerpo, una irresistible inclinación troncal y una majestuosa culminación a una mano. Éste y no otro es el mate arquetípico en Michael Jordan. Un gesto de específica originalidad que ya prodigaba en North Carolina y que no abandonaría nunca. Un tipo de breakaway de patente exclusiva, dado que antes de Michael este tipo de ensayos al hierro brillaban bien por su ausencia bien por formas muy vagas o rudimentarias.
El volumen de replicación de Jordan en este mate, en su mate por excelencia, es incontable. Pretender su medición es tarea de otra vida. Aquí solo se subraya su insistencia, derramada sin geografía ni tiempo. Así labatida en Detroit a los pocos días de llegar a la liga, el vuelo sobre Turpin, la rotura del tablero en Trieste, elmate sobre Ewing, su ensañada reiteración en el Madison, su feroz versión en Barcelona o su acción escogida en las Finales de 1996 reiteran un formato estético, dilatado en años y centenares de partidos, sumamente reconocible, exclusivamente suyo y sin duda el más abundante de su inmenso repertorio.
De hecho no hay espectador de la era Jordan que no experimente una poderosa familiaridad, una automática adhesión a una de sus acciones de plena categoría formal más repetidas en vida y de inalcanzables vigor y explosión en el Jordan sin anillos.
Por alguna razón puramente genética, íntimamente ligada a la combinación de potencia y ligereza, Michael gustó siempre de abusar de este privilegio físico, entregando a la psique la inercia de la repetición.
En un tiempo incluso temprano hubo quien estimó conveniente perpetuar este particular género de mate. El ojo artístico pertenecía al legendario fotógrafo deportivo Walter Iooss, que a diferencia de Nike tuvo el acierto de permitir a Jordan sumergirse en su hábitat natural sin consigna alguna. Como resultado, una primordial justicia gráfica en la obra conocida como Blue Dunk.
Blue Dunk (Lisle, Illinois, 1987)
Reclamado por Sports Illustrated para un reportaje Iooss pretendía capturar una sombra y aplastarla en el suelo sin ocultar su motivo. Cuando vio el resultado de sus disparos (14 frames/seg) desde lo alto de una plataforma hidráulica para obtener una toma cenital, quedó más que satisfecho. “De todas las fotografías que he tomado de Michael, es mi favorita”. Iooss compartía con Nike la mutua satisfacción a ensayos muy breves con Jordan, como si cualquiera de sus inmersiones en el aire fueran un rotundo éxito sin necesidad de aspavientos. “Nadie había llegado tan lejos”, declaraba orgulloso el autor años después.
El fotógrafo llevaba razón. Pero lo hacía con arreglo a la técnica de imagen. No a lo realmente importante de su fotografía, que no eran ni la sombra ni el fondo ni el contraste. Era el cuerpo mismo de Jordan el que moría ya entonces por perfilarse en el aire a través de unas pocas propiedades, de una identidad sin igual.
Aquel mismo año Jordan firmaría la más perfecta ejecución de un windmill lateral hasta la fecha. En ella se recoge la quintaesencia de su quintaesencia. Una entrada circular, una batida suave, un majestuoso despegue y la sublimación de un atributo -The Windmill- que incorporar en concurso a su mate matriz.
Seattle, 1987 ("That is Air Jordan at his best", Rick Barry, CBS)
Este género de breakaway, como un patrimonio genético, presentaba repetidamente una serie de propiedades:
- Lateralidad en el embate al hierro.
- Inclinación del tronco (a la perpendicular de 20º-35º).
- Extensión superior brazo ejecutor.
- Tensión compensatoria brazo inerte.
Y otras dos de igual fascinante interés:
- Hiperextensión de la mano izquierda.
- Distensión lingual.
El aire tenía lengua
A la pregunta de por qué su hijo acostumbraba a sacar la lengua James Jordan respondía con la ingenua benevolencia de un padre. Que tanto él como el abuelo solían hacerlo cuando estaban enfrascados en una tarea que precisara concentración. Incluso se animaba a escenificar el gesto sacando únicamente la punta y cerrándola entre los labios. El gesto se explicaba así a simple modo de herencia familiar.
Aun siendo veraz esta explicación no obraba su cometido. De hecho quedaba muy lejos de lograrlo.
La propulsión de la lengua en Michael Jordan, ese fulminante latigazo reptiliano en la fase terminal de muchas de sus acciones, no era más que el brutal acto reflejo de un excedente de energía creativa al momento mismo de estallar. Una de las fases más complejas en la biomecánica del deportista durante una acción decisiva presenta la azarosa convulsión muscular buena parte de la cual no tiene un sentido claro, definido, útil. En la plástica refleja el cuerpo muscular activa un ingente volumen de resortes. En el caso de Jordan ese excedente reflejo operaba también en la lengua, disparada como acto de fuerza expresiva en quien reclama toda la atención al momento exacto de escenificar su particular número.
La distensión lingual en Jordan, uno de los gestos más hipnóticos en la historia del deporte y sin embargo menos abordados, no era más que una pequeña parte visible en la fugaz fase de activación muscular superior, de rendimiento cumbre, de hiperestimulación biomecánica.
La mano izquierda del aire
Asimismo sorprende observar la increíble regularidad gráfica de su brazo izquierdo como ala de equilibrio compensatorio. Y aún más la violenta hiperextensión de su mano libre.
Mientras el reflejo de la lengua templó con los años la tensión del brazo inerte no lo haría nunca, siendo además un factor increíblemente persistente en toda su variedad de mates.
Adentrarse en las razones importa menos que el resultado gráfico de la obra en su gesto más hegemónico, donde se puede observar, en términos de energía, un celérico desplazamiento del centro de gravedad a la periferia; el llamado efecto de eslabonamiento o propagación –Linkage Effect– poderosamente vinculado al de fijación y cierre –Lock-in Effect– que permitía acompactar la figura en un molde invariable al paso del tiempo. Durante una fase infinitesimal el cuerpo de Jordan adoptaba así una geografía específica que liquidaba toda desviación aleatoria, constituyendo un modelo homogéneo, fuertemente integrado, en el campo menos común para ello: la plástica refleja.
El lenguaje del cuerpo es inescrutable. Pero al igual que ocurría son su lengua esa mano libre sin duda chillaba de pura expresión.
Springfield Civic Center (Springfield, Massachusetts, 1988)
Todo esto no son cualidades fronterizas. Antes bien resultan tan esenciales que acaban por describir un patrón espacial ya después nunca repetido.
Una categoría tan básica en el mate ha sido, por supuesto, posteriormente replicada en una inmensa diversidad de matadores de toda posible escala. De Hammonds a Bryant a Carter a Griffin pasando por una dignísima réplica de contagio en Scottie Pippen, esa suerte de embate lateral al hierro sería en adelante muy común.
Pero el grafismo esencial sin puntos de ruptura ni dispersión de energía, ese molde entregado a una personalísima plástica figurativa –formar figuras en el aire– tiene en Jordan su más sublime expresión. Un tramo ideal que ni siquiera el baloncesto, en términos de utilidad, está en condiciones de poder explicar.
Tal vez haya sido esta dificultad, como sufre el lenguaje ante ciertas piezas de arte, el principal valor en Michael Jordan, la teoría de que su obra repose con absoluta prioridad en lo puramente sensacional, así como acertó a referir Carson Cunningham: “The descriptions indicated the effect Jordan’s actions could have on the human mind”.
Nike creó un arquetipo. Puede que el de mayor éxito en la historia del deporte. Pero igualmente un artificio. Y en términos de realidad, de justicia gráfica, de belleza y profundidad de significado, ni remotamente comparable al descrito, sin duda el más predominante, superlativo y genuino de su colosal legado estético. Y el de mayor evidencia además.
Así pues Jumpman cabe con facilidad en Jordan. No a la inversa.
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Uno de los bocetos preliminares descartados por Nike / La lámina recoge la pregunta del equipo de Hatfield: "How Do We Mark The AirJordan Product?" (Gotta Be the Shoes, Michael Jordan's 50th Anniversary, ESPN's Sports Center, 2013)
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